Crónicas

Hace unos años, en la maestría, una profesora de metodologías nos pidió, como parte de los ejercicios de escritura, hacer una crónica personal en la que contáramos cómo nos hemos relacionado con la muerte y el conflicto armado. Se las comparto en esta entrada. 

Gracias por leerlo.



Mi vida en El Salado: mi aprendizaje sobre la vida, la muerte y la reconciliación en los Montes de María.

Hace más de 3 años, en Junio de 2014, llegué por primera vez al corregimiento El Salado en los Montes de María. Había oído hablar mucho de este lugar en noticias pues allí se vivió uno de los episodios más crueles de la guerra en el país: la masacre que durante 5 días perpetraron más de 400 paramilitares y en la que murieron 60 personas según las cifras oficiales. Recuerdo mucho oír sobre este episodio en programas de radio, en particular en la W, y recuerdo que Julio Sánchez lanzó una campaña para que, como un acto simbólico de solidaridad, los colombianos compráramos y portáramos una pulserita que solo hasta llegar al Salado pude ver de primera mano. Recuerdo que me impactaba pensar en lo que significaba para esas personas ver morir ante sus ojos a sus familiares, recuerdo mucho sentir angustia al imaginar el juego macabro con las cabezas de los muertos, recuerdo que pensaba mucho en esa cancha: ¿cómo se vería?,  ¿cómo se sentirían las personas que la veían todos los días? … las imágenes de la guerra nunca serán agradables y a pesar de haber empezado a ir a conocer el campo como estudiante de Antropología muchos años antes de llegar al Salado, jamás pensé que las imágenes y las historias de la guerra podrían ser cada vez más crueles y tristes.

Soy Bogotana, de clase media bogotana, y me crié en una familia bastante convencional. Mi contacto más cercano con el campo eran los paseos de fin de semana en la sabana y los viajes por carretera a la costa en Diciembre. No sé muy bien de dónde nace mi curiosidad por el campo, pero desde muy temprano recuerdo tener ganas de saber cómo se vivía en el resto del país, más allá de las fronteras de Niza, donde crecí. Decidí entrar a estudiar Antropología y allí comencé a descubrir el país gracias a mis profesores que en ese entonces todavía consideraban importante que los estudiantes saliéramos a hacer trabajo de campo. Recuerdo que en una de mis clases de metodologías en primer semestre, debíamos hacer un trabajo de etnografía en un pueblo y me correspondió hacer visitas en Cabrera, Cundinamarca. En ese entonces era aún un lugar peligroso por la presencia de las Farc. Había toque de queda en las noches y mi familia estaba angustiadísima de pensar que tuviera que andar por el Sumapaz. Recuerdo que llegamos la primera vez montados en las canastas de un camión de cerveza desde Pandi. Pasamos varios fines de semana allí y comencé a entender que este país es enorme, complejo, violento, diverso y hermoso. Desde entonces no he perdido el gusto por recorrer sus caminos y conocer sus historias. Por mi carrera y mis elecciones de trabajo he estado en muchos lugares y necesariamente he oído muchas historias de guerra, sin embargo, en los Montes de María, he oído los relatos más crueles y he aprendido también las lecciones más fuertes sobre el perdón. 

Llegué al Salado como coordinadora de un proyecto de conservación de bosque seco tropical enfocado en el trabajo de reducción de la frontera agropecuaria a través de la planeación de los usos del suelo en las parcelas de familias campesinas. El trabajo implicaba, además de hacer ejercicios de cartografía social del territorio, un acompañamiento en campo, técnico y social, para que las familias nos explicaran cómo se toman las decisiones sobre qué producir, dónde y cuándo, y a la vez nosotros proponer algunas técnicas de producción sostenible que permiten trabajar en una misma área varios ciclos de producción. Esa era la tarea encomendada por la organización en la que trabajaba y desde entonces, a través de esa y otras entidades aliadas, desarrollamos el proyecto, presentamos informes, indicadores, cumplimos con las capacitaciones que nos pedían los financiadores y presentamos resultados, unos buenos y otros no tanto, en el marco del proyecto. La diferencia para mi vida, con respecto a proyectos anteriores, era que esta vez, por el estado de la vía y mis responsabilidades con el proyecto, decidí vivir en El Salado. Alquilé un cuarto en la casa de la enfermera del pueblo donde me daban alimentación y me lavaban la ropa. Me cuidaban bien. Ella, como buena mamá costeña, nos adoptó a mí y a los otros miembros del equipo y nos abrió las puertas de tal manera y con tanto cariño que nos sentíamos en casa. En las tardes, después de las jornadas de trabajo, se sentaba a tomar el fresco en la puerta de la casa, en las mecedoras de madera y, cuando las obligaciones lo permitían, yo pasaba un rato allí descansando y oyendo sus historias. Al pasar de los meses, un día, sin preguntarle nada, comenzó a contarme cómo había salido del Salado unos días antes de la masacre. El relato, en sus palabras y con su acento arrullador, no dejaba de ser escalofriante. Según me contaba, en 1999, el 31 de Diciembre, tiraron desde una avioneta unos panfletos en los que invitaban a la comunidad a disfrutar su último año nuevo pues los iban a  matar a todos. Ella cuenta que desde ese día las pocas personas que vivían aún en el pueblo comenzaron a salir como podían. Las comunicaciones eran muy restringidas con el exterior. En ese momento se usaban tarjetas para llamar desde los teléfonos celulares y en el pueblo no había ninguna disponible, reinaba el miedo en el ambiente. Muy pocos carros entraban y salían del pueblo pues la vía que conduce del Carmen de Bolívar al Salado - que está hoy en día totalmente pavimentada y los 19 kilómetros se recorren en menos de 30 minutos - era una trocha de barro donde los carros se atascaban hasta por 3 días para entrar víveres, cerveza, artículos de aseo, y sacar la producción de tabaco, ajonjolí y maíz que los campesinos vendían en el mercado local. La enfermera nos contaba cómo en Enero del 2000 la gente vivía desesperada pues sabían que algo malo iba a pasar y que ella - por un milagro - logró salir en una ambulancia 20 días antes del 18 de Febrero del 2000 con una mujer embarazada que tenía complicaciones para el parto. Se fue con la paciente hasta Cartagena y allí se encontró con otra señora de El Salado que trabajaba en una finca de ganaderos en Córdoba. Con mucho miedo esta mujer la encerró en un baño para decirle que no volviera al Salado, que los iban a matar a todos, que todo estaba cuadrado y que el ejército estaba informado. No recuerdo bien cómo logro no regresar al pueblo pues ella debía trabajar permanentemente en el puesto de salud, sin embargo se las arregló para quedarse con sus hijos en el Carmen esos días. Todo el mundo sabía que iban a matar a la gente del Salado y las autoridades no hicieron nada para evitarlo. Hasta entonces yo tenía claro que el Estado y las fuerzas armadas habían participado en algunas masacres, pero esto me conmovió hasta el alma. Tal vez por la cercanía con las personas del Salado con quienes estaba conviviendo, tal vez porque me dolía reconocer que tantas muertes fueron parte de un plan para desarrollar un proyecto agroindustrial, y me dolió, como me duele todavía, que la vida de un campesino o cien, no valga nada, o que valga menos que una hectárea de palma. El 18 de Febrero del 2000 la gente del Salado que estaba en el Carmen se reunió angustiada pues no estaban entrando carros hacía unos días y que habían matado varias personas en la vía, una de ellas la promotora de salud y gran amiga, a quien todos en el pueblo recuerdan  con cariño. En este punto de la historia sus ojos se llenan de lágrimas, y los míos también. Ese día y durante los 5 que pasaron, todos en el Carmen de Bolívar sabían que estaban matando a los saladeros y nadie pudo hacer nada para evitarlo. A los 5 días, uno de los transportadores, tomó su jeep color beige en el que aún hoy llegan los víveres al pueblo, y decidió ir a ver qué estaba pasando. Encontró desolación y muerte. Durante 5 días más de 450 paramilitares masacraron a las familias de El Salado, hasta tuvieron tiempo de hacer tiros sobre los techos de las casas desde un helicóptero. El primer relato que oí de la masacre me dejó una sensación de tristeza profunda y varias noches de insomnio, sin embargo los días pasaron y seguimos trabajando.

Esas tardes de charla con la dueña de casa se volvieron para mí un espacio importante de descanso y también de aprendizaje. La casa donde vive actualmente es de la mamá de su compañero. Ellos llegaron a ocuparla después del retorno para montar allí un hotel y un restaurante para atender a las personas que empezaron a llegar con las instituciones acompañantes del retorno. El frente de la casa da hacia la cañada principal del Salado, un río estacional, típico del bosque, seco que se llena de agua con los fuertes aguaceros de Mayo, Septiembre y Octubre, y en el que viajan las bolsas de basura que bota la gente para que se “abone” la cañada. Al lado de la casa vive otra familia, y un poco más lejos está la cancha donde ocurrió la masacre, al frente de la iglesia y del matadero. Cuando uno va a un lugar por un par de noches y visita un espacio donde se vivieron estas historias, es muy fácil salir impresionado, pero cuando uno vive día a día frente al sitio donde ocurrió una masacre, curiosamente ese hecho deja de existir muy rápidamente y en la mente se convierte en un espacio más. Si se mira con ojos críticos, la casa del pueblo, la biblioteca y las construcciones nuevas que se hicieron como parte de la reparación, están de espaldas a la cancha, nadie juega allí, nadie la usa, es un espacio vacío donde caminan los burros y los cerdos buscando pasto. Es un lugar sin vida, cargado de muchos recuerdos pero que nadie quiere mirar. Algunas veces tuve miedo cuando se iba la luz o cuando me contaban  muchas historias de los 5 días de la masacre, pues la puerta de mi cuarto estaba de frente a ese espacio del terror. Muchas veces tuve la necesidad de prender velas, recordar las oraciones que me enseñaron las monjas en el colegio y tratar así de conciliar el sueño, pero la verdad es que la mayoría del tiempo la cancha no existía para mí. Me imagino que si la cancha hubiera sido siempre para mí un referente de muerte me habría tenido que mudar o cambiar de trabajo. La mente se protege para que podamos vivir en este país. 

Un día, después de una jornada de trabajo, uno de los muchachos del equipo local nos contó que no quería pasar por la cancha para llegar a su casa pues hacía dos noches lo había asustado “el soldado que sale ahí”. Pregunté de qué se trataba el asunto y me contaron que desde el retorno, al lado de la cancha, en un lote donde se enterraron los restos, se ve el fantasma de un soldado. Me parece curioso que el fantasma sea de alguien externo y no de los muertos propios, pero una vez más tuve que prender velas y rezar para poder dormir. Me seguía preguntando por qué no hay un sitio para recordar y velar los muertos de esa masacre, pero uno de mis propósitos de trabajo en El Salado era no hacer preguntas relacionadas con la masacre a menos que las personas voluntariamente quisieran hablar del tema. Me parecía curioso que la iglesia no funcionara, solo hasta Diciembre de 2014 vino un sacerdote a oficiar bautizos y primeras comuniones y no lo volvimos a ver hasta Febrero del 2015. Ese año en una reunión de trabajo pregunté por qué no había un lugar para honrar a los muertos en El Salado y el equipo de Memoria Histórica nos contó que el día de la exhumación de los cadáveres, la fiscalía derrumbo las lapidas que las familias habían construido y que desde ese día nadie quería saber nada del sitio de memoria de la masacre. Me pregunté ese día y lo sigo haciendo, cómo puede haber tanta falta de cuidado con el dolor, cómo puede el Estado seguir atropellando a la gente que ha vivido estas situaciones. 

Los días siguieron y la verdad la vida en El Salado no es muy animada y además de trabajar no hay mucho más que hacer. Por eso pasar los días en las fincas era muy entretenido y pasamos muchas horas sentados en los ranchos conversando y aprendiendo de la vida de la gente montemariana. Cada persona, así no hubiera estado en la cancha del pueblo esos 5 días, fue víctima de una o más acciones de violencia desde antes de 1997 cuando se dio el primer desplazamiento. Los días de charla, si bien eran muy divertidos, siempre en algún momento llegaban a la historia de la muerte del vecino, de un amigo, de un familiar. Es difícil oír tantos testimonios de dolor y salir tranquilo a descansar, sin embargo fue necesario aprender a manejar esas emociones pues esto se convirtió en una experiencia cotidiana. El trabajo de acompañamiento en las parcelas tenía un rato de caminata por los lotes, un rato de asesoría técnica y hasta siembras o preparación de abonos, y un rato de comida y charla. Con el tiempo fui estrechando lazos de amistad con muchas personas vinculadas al proyecto y creo que esa confianza fue la que les permitió contar sus historias de dolor. Don E, por ejemplo, es un hombre campesino, compositor y luchador. Un día, sin saber muy bien por qué, empezó a contarme cómo había encontrado muertos a dos de sus hijos y su hermano que fueron a recoger un poco de maíz en la parcela de otros tíos. Los mataron a los tres porque se encontraron con la persona equivocada en el camino. No hay otra explicación. Ver los ojos de don E perdidos en el tiempo fue muy impactante y entendí ese día que para poder dar más resultados en lo productivo, debemos pensar primero en la vida de estas personas, es imposible que Don E saque enormes cosechas cuando su vida está perdida entre recuerdos amargos. Después de la muerte de sus hijos, unos pocos días después, un grupo armado llegó a reclutar a los otros dos, se llevaron a la hija de 15 años y les dejaron al más pequeño. Ese día la mujer de Don E se fue y él no quiso volver más a la Vereda El Espiritano donde tiene una parcela heredada de su padre. Ella se fue a Barranquilla donde sus familiares y él se quedó en el Carmen donde una de sus hermanas. Erasmo prefiere estar en la parcela donde retornó en el 2001, en la Vereda El Bálsamo, a pesar de que la parcela no es suya y que es posible que la pierda por un fallo de restitución de tierras. Prefiere perder todo antes que volver a trabajar en El Espiritano, y yo lo entiendo, o creo entenderlo. Aunque creo que nadie terminará nunca de entender ese dolor. 

Otro día del 2015, otro recorrido, otra vereda, otro amigo quien durante el almuerzo me contó cómo un día regresando de mirar el cultivo de yuca, sabiendo que era arriesgado hacerlo, él tuvo que presenciar la tortura y muerte de su hermano mayor en manos de paramilitares. O es un hombre que se ríe todo el tiempo. La percepción que tenía de él es que era una persona muy feliz, o al menos muy divertida. Siempre en todas las actividades habla, participa y cuenta historias. Cuando oí la historia macabra que me contó de cómo a su hermano lo quemaron vivo por tener el pelo largo, entendí que la resiliencia es una cualidad que las personas de esta región han desarrollado como estrategia de supervivencia. Después de oír su historia llegué nuevamente a mi cuarto en el pueblo, me senté un rato sola en la terraza y empecé a entender que la masacre no solo está en la cancha del pueblo, sino en los recuerdos y el alma de todos los montemarianos. Pensé y sigo pensando en lo que tiene que pasar para que estas personas hayan decidido retornar al pueblo donde sufrieron tanto y rehacer la vida, reinventársela y tener la fuerza para construir e imaginar proyectos nuevos. Admiro profundamente a estas personas que son capaces de darle la cara a la vida con esperanza, después de haberle visto la cara a la muerte. 

Los días siguieron pasando y son muchas las historias que oí. Es difícil, algunos días más que otros, pero si ellos son capaces de dormir y reírse, de reinventarse y hacer planes, ¿por qué yo no podría? Siento que tengo tanto que aprender todavía sobre lo que significa una guerra y que todos deberíamos hacerlo, para que nunca más se repita. El 2 de Octubre del año pasado, del 2016, después de que en las votaciones ganara el No, hablé con muchos de estos amigos saladeros y ninguno entendía por qué la gente no quería la paz. Ellos, que fueron víctimas directas de todos los grupos armados, están dispuestos a perdonar y seguir adelante porque no quieren ni un día más de guerra. A pesar de que en Montes de María la mayoría de la gente que votó lo hizo por el Sí, el Carmen de Bolívar fue el único municipio donde ganó el No. La explicación completa se debe a muchas razones, entre ellas a que hay una fuerte corriente de derecha que promovió la guerra para la acaparación de tierras para proyectos agroforestales y ganaderos. Sin embargo, las campañas de mentiras se propagaron en las iglesias evangélicas y adventistas y fueron esos votos los que hicieron la diferencia. A pesar de haber sido también víctimas de la guerra, estas personas que votaron en muchos casos sin saber por qué lo hacían, encontraron en estas religiones un refugio después del horror. Al menos esa es la explicación que yo encuentro. Así que hay mucho trabajo por hacer para reparar y sanar heridas, eso lo sabemos, a pesar de no conocer del todo las dimensiones del horror.

Todos los días hay un nuevo ejemplo de familias y personas que se reinventan en estas tierras, todos los días hay un campesino, miles de campesinos, que se levantan con esperanza a trabajar la tierra y son capaces de perdonar. El último ejemplo que vi y que me conmovió a mí y a todos  los que estábamos en ese salón, fue en un espacio de dialogo que se dio en el marco del 6to festival de documental de los Montes de María en el Carmen de Bolívar. En el panel estaban víctimas y victimarios. Había varias mujeres y entre ellas dos mujeres de San Onofre. Una de ellas habló primero y contó que fue víctima de abuso sexual a los 14 años y que tiene un hijo de esa violación. La segunda mujer que habló, contó que era la exmujer de un paramilitar y que sentía mucho temor por su familia pues sus hijos habían sido amenazados en muchas ocasiones y que hacía poco se había enterado de que su esposo era el victimario de muchas mujeres abusadas en su pueblo. La primera mujer se paró llorando para contar que el marido de la segunda mujer era el padre de su hijo, su victimario. Contó que los hijos de ellas dos eran amigos pero que ella sentía mucho odio por esa familia que veía caminar por San Onofre sabiendo que ese hombre le había dañado la vida. La exmujer del paramilitar no sabía que el hijo de la mujer que habló era hijo de su marido y menos que era el resultado de una violación. Las dos lloraron y se pidieron perdón en un emotivo momento en el que todos entendimos que no tenemos otra opción como país que seguir construyendo sin odio. No creo haber presenciado un momento más conmovedor y un ejemplo más valiente. Los montemarianos son para mí un ejemplo de esperanza y construcción de vida. Son un ejemplo para mi vida y agradezco su confianza en mí. 

Mi vida en El Salado duró hasta el 2016 cuando, después de la entrega de la vía, descubrimos que era posible ir a trabajar allí y que podíamos vivir en un lugar más grande, con otras dinámicas, que nos permitía hacer algo más cercano a la vida de ciudad. En Febrero de 2016 me mude al Carmen y dejé El Salado. Pasé un año y medio de mi vida en ese pueblo y fueron muchos los aprendizajes. Entendí mucho sobre mis límites, mis miedos, desarrollé mi capacidad de escuchar y controlé muchas veces las ganas de llorar. A pesar de todo lo que han pasado, los montemarianos son gente recia, que no se asusta fácilmente y que trabaja duro. Las condiciones en esta zona son difíciles, escasea el agua y en ocasiones la comida, las vías son tan malas que a veces hasta a los burros hay que sacarlos alzados del barro. Es una vida muy dura en todo sentido. Pero esta gente resiste todo, no por eso merecen esta suerte y este abandono. No merecen la suerte de tener políticos corruptos al mando de los pueblos que solo buscan el lucro personal. Son recios pero no hay derecho que tengan que caminar 6 horas para buscar agua. Aguantan, perdonan y siguen su vida pa´lante, sin pausa pero sin prisa… de ellos aprendí que puedo desayunar papaya, levantarme y cocinar yuca para comer con ajonjolí y que eso debe ser parte de mi día, y sin remordimiento, porque el tiempo es suficiente para todo lo que hay que hacer. Vivir, llorar, sufrir, caerse, levantarse y siempre perdonar. 

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Desde el año 96, cuando fui a Cabrera, empecé a entender lo que es hacer trabajo de campo. En el año 99 tuve mi primer trabajo como practicante en la Secretaría de Salud del Amazonas, y desde entonces, por río y por tierra, he recorrido casi todos los departamentos del país. Hoy, en Noviembre de 2017, entiendo que he recogido más de 17 años de historias y que es la primera vez que me siento a escribirlas fuera del formato de un informe institucional. 

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Hoy es julio del 2025, las historias se han seguido sumando, solo que hoy me atrevo a compartirlas.

 

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