La escena de la vaca

Los sábados, mi marido montemariano se iba a su pueblo a trabajar en su parcela, o a estar con su familia, a visitar el apiario, estar con alguna moza, lo que fuera, pero siempre encontraba un motivo para no pasar el día conmigo. Se quedaba a veces bebiendo en una de esas cantinas horrorosas del pueblito, y yo me quedaba en la casa haciendo mis cosas, hasta que llegaba la hora del atardecer y me sentaba en una mecedora en la terraza, como todas las demás personas a esa misma hora en la Costa caribe. El sábado era mi día de descanso, en el pueblo había poco que hacer, así que yo aprovechaba para poner mi casa al día, cocinar algo rico, aveces leer, pero sobre todo, a esa hora del día de descando, empezaba mi agonía porque mi marido desaparecía. No llegaba, apagaba el teléfono y se me "escapaba". Era una dinámica de vida de pareja horrible, de la cual honestamente hoy me avergüenzo, pero que es el pan de cada día de miles de mujeres en estos contextos. 

Uno de esos sábados, decidí cambiar la dinámica del fin de semana. Para no pasar el día sola encerrada en la casa haciendo oficio, y creo que buscando reducir sus posibilidades de ponerme los cachos, le dije que me iba con él a su pueblo. Nos montamos en la moto tempranito y nos pegaba esa brisa fresca del monte en la mañana. Había llovido la noche anterior, y se veían reverdecidos los escasos pedazos de bosque entre los potreros. Llegamos a la casa de sus papás y en la parte de atrás, en el rancho de la casa, donde se ubican los fogones y se hace la vida diaria, estaban descuartizando una vaca que había caído muerta en el potrero la noche anterior. Sin saber la causa de la muerte del animal, y esperando aprovechar algo de su carne, el matarife del pueblo, "El Puto", la destajaba con un hacha, sin ningún tipo de cuidado o asepsia. La casa olía a mortecino y a carnicería sucia. Bajo el hacha del Puto corrían patos y gallinas buscando pescar algo de carne fresca. La mesa del comedor, donde mil veces me senté a tomar sopa y arroz con suero, tenía todas las vísceras tendidas encima. Por los lados de la mesa escurrían sangre y trozos de carne, y los 4 perros, con los ojos desorbitados por el instinto que despertaba en ellos esa carniecería, estaban cubiertos de sangre y pedazos del animal que comenzaba a descomponerse. Corría una nube de moscas en el aire, el olor era nauseabundo y penetrante, pero todos en la casa parecían tranquilos, y tomaban café impavidos mientras volaban sangre y restos de vaca muerta por el aire. En una canastilla plástica, abierta, sin cubrir, un mototaxista acomodaba pedazos del animal muerto, que alistaba para transportar al mercado del pueblo grande, donde yo vivía, para vender esa carne al mejor postor.

Yo dudo mucho haber disimulado mi expresión de asombro y asco. Era evidente mi incomodidad, pero acepté quedarme allí un rato, pasando el asombro con tragos de café caliente y bien dulce, como le gustaba a mi suegra. Ese fue mi sábado, de eso se trató mi día de descanso. En algún momento mi marido se escabullo entre la multitud que atrajo la historia de la vaca, y yo pase la tarde sentada con mi suegra hablando mal de la otra mujer de mi marido y patinando con mis chanclas entre tierra y sangre seca. En vez de un día de espera en la casa, en el que probablemente habría leído algo, o habría visto alguna serie, pasé la mañana entre el olor a mortecino y la escena de la vaca descuartizada en el rancho de la casa de mis suegros.

Ese día entendí que estaba en el lugar equivocado, que estaba haciendo elecciones equivocadas, que ese era mi entorno de trabajo, no mi entorno de vida. Ese día entendí todo a lo que había renunciado solo por encajar en la vida de una persona que decía amarme, pero que me maltrataba de muchas maneras. Yo lo permití todo, cada día de esa relación es también mi responsabilidad, cada día que permanecí allí sentada esperando, o aceptando excusas y mentiras, con ansiedad, con miedo, con tristeza, cada día que permanecí allí sentada, estaba aceptando vivir en la escena de la vaca, aceptando un ambiente absolutamente hostil para mí. 

Eso pasa cuando se desdibujan los límites del cuidado. Seguramente en otro momento personal, la historia de la vaca descuartizada habría servido para ejemplificar las enormes diferencias en la relación con la naturaleza, los ciclos de la vida y la muerte, la cadena alimenticia y los mataderos, que hay entre el campo y la ciudad. Seguramente teorizar sobre una vaca destajada sería una anedota distinta en un diario de campo, no en un diario de vida. Pero hoy, esa escena me permite conectarme con un entorno en el que viví y del que mucho aprendí para poder escribir otros capítulos de mi vida.  

Comentarios

Entradas populares de este blog

Monsters

SARA MILLEREY

Crónicas