La impermanencia de la curuba



Hace unos meses me mudé a Bogotá. Salí huyendo de la soledad y la tristeza que sentía en Valledupar. Lo que no entendía en ese momento es que esa sensación viajaría conmigo a donde me moviera y que dependía de mí transformarla en otras emociones y hacerla desaparecer. Como les he contado en este blog, he tenido la oportunidad de hacer terapia, varios tipos de terapia, entre ellas aprender a meditar y leer a Thich Nhat Hanh, ese monje zen que conocí por Holger en el 2014 y de quien leí un libro en el 2021 que llegó a mis manos por la persona que vino a enseñarme sobre el desapego. Nada es casualidad, ni coincidencia, que ese libro llegara a mis manos y ese mensaje lo trajera justamente la misma persona que lo iba a personificar son parte de las gracias del Universo. Ahora, en calma, en esta tarde de lunes lluviosa en Bogotá, lo entiendo y lo agradezco. Tal vez aún no lo acepto, pero hacia allá vamos. El caso es que entre las enseñanzas de Thich Nhat Hanh llegó el aprendizaje de la meditación caminando, haciéndose consciente de la respiración. No pretendo ni mucho menos decir acá que estoy en el camino a volverme monje, para nada, solo quiero contar cómo este camino de meditación me ha ayudado a encontrar calma, autentica calma y paz interior. Pensé que no podría, la verdad, tuve tantos momentos oscuros y de desesperación que pensaba que este momento no llegaría, y acá estoy, acompañada de esa calma escribiendo estas letras. 

Al lado del apartamento donde vivo está la Javeriana y mi amiga Amada me enseñó una ruta para caminar por el campus entre árboles y jardines. Cuando salgo a caminar, con o sin los perros, me gusta pasar por ese caminito que bordea la circunvalar y que se han preocupado por sembrar de muchas especies de árboles nativos. Desde allí se ve Bogotá, enorme y llena de humo, con atardeceres espectaculares de fondo. He decidido llamarlo el caminito zen y voy allí cuando la sensación de calma comienza a transformarse en ansiedad, de hecho, caminar a diario en ese lugar es parte de mis prácticas de meditación y gracias a eso he podido controlar mi ansiedad. En el caminito zen hay muchas enredaderas de curuba que cuelgan de las ramas de los árboles y caen a altura de mis ojos. Cada vez que voy al caminito zen procuro hacer muchos ejercicios de respiración consciente y callar mi mente, apaciguarla. Observar detenidamente las flores me ayuda a enfocarme, ver el rocío y las gotas de lluvia entre flores y hojas me da ánimo y me ayuda a concentrarme. Hace unos días estaba mirando con mucha atención las flores de una curuba y comprendí el concepto más lindo de los libros que les mencionaba antes, la impermanencia. La regla de la vida es esa, la impermanencia, todo cambia, todos cambiamos. Mi sobrina Lina, en un gesto que interpreto como amor, hizo uso de esa palabra para hacerse un recordatorio, y lo hizo usando la palabra escrita con mi puño y letra, agradezco que ella aprenda de mi y de mi camino, porque de todos se aprende, yo también aprendo de ella y aunque a veces me quejo porque no siento su cercanía, al tener este gesto me ayudó a entender que todos tenemos diferentes maneras de estar en la vida de los demás y que no todos expresamos el amor y el interés de la misma manera.

Ese día, observando con atención las flores de las curubas, comencé a entender de qué se trata la impermanencia. Llevo algunos meses caminando ese sendero y disfrutando de las flores y de las curubas porque me he tomado la licencia de cosecharlas de vez en cuando. Las flores han estado ahí, pero no son eternas, han salido y se han transformado en fruta. Cada flor que he disfrutado y con la que he logrado enfocar mi mente en la belleza de la naturaleza, se ha vuelto una curuba. Cuando llegué a mi casa abrí la nevera y me tomé un vaso de jugo de curuba, y entonces todo fue más claro. La impermanencia me supo a curuba y me refrescó. Las flores se transformaron y ese primer sorbo me ayudó a entender de qué se trata el desapego, disfrutar sin poseer. Encontrar la calma después de la tormenta no tiene precio, no puede describirse en palabras, pero tal vez sí en un sabor, jugo de curuba, al que ahora asocio con el encuentro de mi libertad. 



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