Escenas de Macondo

Hace unos días mi amiga Jacqueline me invitó a un concierto en Valledupar, en la casa de la filarmónica del Cesar. Nunca había ido, fue un momento mágico, macondianamente mágico. 

La sede de la filarmónica es una de estas enormes y antiguas casas del centro de Valledupar, con patios amplios, techos altos y cualquier cantidad de historias. El concierto era de un pianista Samario, un hombre de 80 años, quien goza de buena memoria y un don mágico en sus manos, un hombre virtuoso por su capacidad de transmitir emociones a través de cualquier tipo de música. El concierto era una selección de nueve piezas, desde el  Vals Número 64 op 2 de Chopin, hasta Yesterday, pasando por un par de hermosos vallenatos (Sombra perdida) compuestos por su hermana, Rita Fernández, la primera mujer en conformar un grupo de música vallenata de mujeres: "Las universitarias". https://www.blogvallenato.com/2015/07/16/historia-de-las-universitarias/

Lo que quiero contar del concierto y del momento es que todo fue mágicamente caótico. Al llegar nos sentamos en unas sillas acomodadas en el patio, una parte estaba bajo el techo y otras al aire libre. Esa tarde caían truenos y al parecer en la casa nadie calculó el aguacero que se venía. Al comenzar el concierto, el sonido, que no estaba bien instalado, era muy fuerte y algo distorsionado y abrumaba un poco los oídos en las notas mas bajas. Cuando comenzó a llover nos acomodamos en la salita bajo techo, apiñuscaos, y la luz comenzó a fallar. Saltaba el amplificador y se apagaba cada 3 minutos o menos, lo que comenzó a inquietar al artista porque se le podía fundir el piano. Luego, la bajada de luz apagó el "abanico" que lo refrescaba y sobre su cabeza había un bombillo lleno de mosquitos y polillas que lo comenzaron a distraer. Cada vez que se saltaba la luz alguien se paraba a opinar qué hacer y el pianista retomaba la pieza que estaba tocando. Después de muchas paradas convinimos, todos, que lo mejor era apagar los "focos" para que las polillas se fueran y quitar el enorme amplificador que acompañaba al piano, así que nos quedamos en ese patio, el pianista, el público, el ruido de lluvia que amainaba y mi sensación de profunda felicidad. Ese día agradecí profundamente ese talante costeño que no se deja perturbar. Esa misma escena en Bogotá habría dado para varios reclamos, solicitud de cancelación, devolución del dinero y mucha incomodidad, seguro que más de un cachaco habría peleado solo hasta dos o tres días después del suceso. Pero esta gente vallenata no, nos acomodamos, y me incluyo con la alegría que me da saberme cómoda en esta cultura. Nos acomodamos  y la noche fue macondianamente mágica. Recuerdo haber pensado algunas frases para esta entrada mientras el piano del señor Rafael Fernández Padilla llenaba ese momento. La lluvia refrescó la noche, todo fue perfecto. Ese día pensé que mi vida no es un jardín sino el paraíso, y eso lo ratifiqué los días siguientes en el recorrido por la Sierra, por los resguardos y el Parque de Los Besotes. También con la compañía de otros amigos, y mejor aún al regresar a Bogotá a ver a los amores buenos, a mis viejos amigos de la Universidad, a mi compadre Luis que tanto me ha enseñado en esta vida. La felicidad, la libertad y la tranquilidad no tienen precio. 




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