La Boliviana

Estoy viajando, y estoy feliz. Por temas de trabajo, y también de placer, me tomé dos semanas para combinar mi ser productivo (mi sujeto de rendimiento, como diría la Chili, ¡qué tremendo concepto que se fajó, por cierto!) con el disfrute. Algunos de ustedes tal vez saben que me costaba mucho trabajo viajar por placer, al menos tenía esa idea. Pero como la vida es bella y todos somos susceptibles de cambiar, ahora descubrí cuánto disfruto estos momentos de viaje. Hoy por hoy estoy en Puno, un pueblo horrible a la orilla del majestuoso Lago Titikaka (aprendí que Titi significa Puma y Kaká Conejo). La foto que acompaña esta entrada la tomé en un lugar bellísimo, y la escogí porque ni crean que voy a acompañar la historia con las fotos que parecen tomadas en la entrada a Bogotá por la calle trece. 

Confieso que me chocó, al salir del aeropuerto de Juliaca (al lado de Puno), ver este par de pueblos que dejan a Sogamoso tan bien parado en lo que a Estética y urbanismo se refiere. Después de unos días en Lima, en la maravillosa compañía de dos nuevas amigas, comiendo bueno y viendo el mar, bajarse en este peladero es por poquito decir, impactante. Creo que estaba imaginando algo más paradisíaco, y efectivamente lo encontré, pero un poco más adelante, al sur, más cerca de la frontera con Bolivia, y en Bolivia. Decidí darme el lapo de viajar derecho de Puno a Copacabana (4 horas y tantas) donde me esperaba un taxi que me llevaría al puerto de Yumpata. Decidí pagar expresos por aquello del viaje sola. En esta ocasión, preferí pagar por la seguridad, y porque tenía que llegar a tiempo para el viaje en barco, y ya iba tarde. Así que en el camino desde el aeropuerto, disfruté del paisaje, y fue un recorrido bastante rápido, sin esperas. Con esta maña horrible de buscar referencias similares a lo que uno está viendo, pensaba en Nariño y en Boyacá, pues los lagos de Tota, y La Cocha, tienen su parecido con este paisaje. Debo decir, eso sí, que tengo la sensación de que el imperio Inca promovió con toda la deforestación, porque en estos pueblos y montañas no se ve ni un árbol. Solo algunos pocos pinos candelabros y varios eucaliptos. Las montañas están surcadas por las tradicionales e impresionantes terrazas en piedra, y, creo yo, que por la cantidad de ovejas y alpacas, la vegetación nativa no tuvo chance de recuperarse.

Al lado del lago, que es inmenso, se ven cultivos de quinua, papa, habas, avena, y los pastizales de la hierba con la que se construían tradicionalmente las embarcaciones.

Entonces, terminé el tramo en mi taxi caro, pase a pie la frontera (¡haciendo el oso de ir vestida como montañista, pero con maletica de ruedas, porque mi espalda no da pa´ tanto, y sí, pensando en Gabriela que hace mil años me explicó en París que había más estéticas en el mundo que la del montañista!).  El caso es que pasé la frontera, me monte en un carrito que me llevo hasta la puerta del paraíso, y yo no tenía idea de lo que me esperaba.

Las islas del sol y de la luna en Bolivia me robaron el aliento, de verdad es muy difícil explicar mi emoción ante esos paisajes. Apenas me subí a la lancha del señor Roberto, la misma comenzó a moverse como quien va en el mar picado, porque había llovido, y el viento era fuerte. 

Al pasar la boca que se forma entre el continente y la isla del sol, se presentan al fondo los dos picos nevados de Illammpu y Janco Uma. La cordillera nevada, y enorme, al borde del lago, es lo más sobrecogedor que he visto en mi vida. La hora de llegada me permitió ver los dos nevados iluminados por el sol del atardecer, como dando la bienvenida, que eso sí, y como en todo lugar sagrado, se debe pagar. 

Pensé en que esa marea y ese viaje movido en la lancha eran parte de ese tránsito de entrada. Así que agradecí y ofrecí ese breve miedo, dispuesta a disfrutar y agradecer lo que viniera.

Al llegar a la isla, me contaron que al día siguiente sería el censo nacional, que la frontera se cerraba y que estaba prohibida la movilidad. No voy a negar que tuve un momento de pánico, pensando en que estaría dos días encerrada en ese lugar con 25 familias Aymaras, sin mucho que hacer, sin luz ni señal de celular, y con una alimentación poco clara. Pero la cogí suave, y me puse a conversar con mis anfitriones. Me dieron habas y una sopa de quinua reconfortante y rica, a las 8 se despidieron y me acosté en la cama de la habitación a ver el anochecer y la luna llena reflejados en el lago. Fue increíble, de ahí en adelante fue un viaje inexplicable. Estuve en el templo de la luna casi medio día meditando, y era la única turista, el único ser humano en el lugar. Ese era el regalo que me daban el par de gigantes, los glaciares, al entrar a ese santuario. 

Le di la vuelta a la isla, completica. Sin miedo, sin prisa, recogí piedritas, me perdoné cositas.

Le agradecí al gigante glaciar por haberme permitido estar allí y descansar tanto. Sin celular, sin luz, sin distracciones. Sola, yo con yo. Y con la luna. Fue increíble. 

Ahora mismo estoy en Puno, viendo esa enorme catedral dónde estoy segura de que hubo algún templo Aymara antes de Mr. Colón, y me acordé de algo muy bello que me dijo Andy esta mañana: "no busques la semana santa, búscate". Mi amigo me conoce. Y en esas ando. Esto fue un regalo, no lo dudo. 

La anécdota final del viaje a la isla es que, como era día de censo nacional en Bolivia, pues el censador decidió que yo debía estar incluida, a pesar de mi resistencia y mis múltiples explicaciones sobre el levantamiento de la estadística nacional. Así que ahora, mi amada gente, estoy registrada como residente boliviana. 

¿Cómo les parece?

Les abrazo, gente del alma.

P.D. el pisco a 4 mil metros de altura pega más duro, así que estoy acá en un restaurante bello, viendo esa catedral, bella también, inspirada, bendecida y afortunada.









 






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