Los Ríos Voladores
Comienzan las lluvias en Bogotá, y el Caribe, que está reseco, sigue siendo un fogón prendido. Las temporadas de lluvia son cada vez más inciertas y radicales. Cuando llueve parece que se fuera a romper el cielo, y cuando no llueve el agua se evapora con una rapidez desesperante. No nos quedan bosques ni suficiente vegetación para retener la humedad en los suelos y la atmósfera, y los ríos voladores del Amazonas, de los que dependemos todos en este país, están desapareciendo. Nunca los hemos visto, pero nuestra vida depende en gran parte de ellos. Creerlo o no, es un acto de fe que requiere abrirse a la información que nos da la ciencia, y al conocimiento que no hemos escuchado de comunidades indígenas. El agua se nos escapa de las manos, y no solo la que vemos, sino la que no sabíamos que existía.
Hace muchos años, mucho antes
de irme a vivir a Macondo, pasé largas temporadas viviendo y trabajando en el
Amazonas. Llegué por primera vez como estudiante de antropología de la
Universidad, vinculada a un Programa que se llamaba Opción Colombia (hicieron hasta una novela al respecto). Me acuerdo que nos inscribimos con Heidy y
Mónica, dos de mis amigas de la universidad, y cuando fuimos a la
"inducción" del Programa, nos dimos cuenta que quienes habían vivido
la experiencia transmitían una convicción y una renovación del espíritu que yo
no había visto en nadie hasta entonces. Los estudiantes no podíamos escoger el
lugar donde haríamos las prácticas, sólo podíamos escoger tres lugares a los
que No quisiéramos ir. Pasaron unos meses antes de definir qué íbamos a hacer,
recuerdo que yo estaba en trabajo de campo en Sutamarchán, excavando en un lote
donde estuvo alguna vez la iglesia de Yuca (que nunca vimos, la arqueología también es un acto de fe) en el medio de ese
valle árido y hermoso. Estaba con Thomas, quien se encargaba de cuidarnos con
sus amorosas formas de preocuparse por todo, cuando mi papá llamó al celular, que creo que nos había dado la universidad, para avisarme que habían llamado de
Opción Colombia y que me iba en enero del año siguiente (era diciembre del 90 y
algo) a vivir a Leticia, en el Amazonas. Me acuerdo que grité de la
emoción.
Llegué a Bogotá después de una
temporada larga de campo, oliendo a mugre y a longaniza. Armé una maletica
llena de sueños y expectativas, me despedí (no sin drama) del que era el amor
de mi vida en ese momento (que vivía en Alemania y estaba en Colombia como por
una pasantía o un trabajo de campo), me emborraché con mis amigos (Tatiana, Andy
y Glenda estaban ahí, estoy segura de eso), me despedí de la familia, y me
monté a un avión para llegar a uno de esos destinos donde me ha llevado la vida
para volverme otra persona. Agradezco, tanto lo agradezco, que mi vida ha
estado llena de experiencias distintas a las que se podrían prever con lo que
fue mi infancia. Llegué a Leticia a vivir 4 meses, y un poco más de un año
después mi papá insistió en que tenía que regresar a terminar la carrera y que
después de eso me podía largar donde quisiera. En el Amazonas, mi trabajo
consistía en apoyar el diseño de un Programa de atención en salud con enfoque
étnico. Yo, la verdad, era muy joven y no sabía nada, así que fue poco lo que
aporté, hice más bien una labor de secretariado y seguimiento, pero lo que
aprendí, eso no se paga ni con todo el oro del mundo. Viajé por esos ríos y
comunidades escondidos en la mitad de esa inmensidad que es, o que era, el
Amazonas. Allá oí hablar por primera vez de los Ríos voladores, pero me demoré
muchos años en entender qué eran realmente. Hoy, que la vida me ha llevado de
vuelta a ese paisaje amazónico, a pensarlo y a inventar estrategias para
conservarlo, entiendo que esos Ríos de los que me hablaban los
"paisanos", son el eje del que depende el equilibrio hídrico en
Bogotá, y tal vez en muchos más lugares de esta geografía, tal vez hasta en Macondo se siente su influencia. Hoy, más de 20
años después, muchos de esos bosques maravillosos por donde caminé, y esos ríos
por donde navegué, ya no existen o están contaminados con mercurio. El oro, la
fiebre del oro, como en el mejor momento de las caucherias, nos está dejando
sin un tesoro, pa´que podamos lucir anillos.
La vida me ha llevado a conocer
este país y veo con mucha desolación y preocupación que nos acabamos las selvas
y los bosques a una velocidad nunca antes vista. La guerra es en buena parte
responsable de esa devastación, porque el control territorial y los negocios
ilegales con los que se lucran y financian los grupos armados, se están llevando
por delante miles de años de belleza y biodiversidad. Holger, un amigo alemán
que me enseñó sobre diseño hidrológico, dijo un día de calor abrazador en los
Montes de María que a él no le preocupaba la naturaleza, y la verdad lo
comparto. Para la tierra, para la naturaleza, no existe el sufrimiento, esas
imágenes de "this
crying earth the weeping shores" que cantaba Michael Jackson, son más un
llamado de atención a que hagamos algo por nosotros mismos, porque la
naturaleza no sufre. Los ecosistemas y los animales no sufren, ni sufrirán.
Probablemente experimenten dolor, pero no sufrimiento. El día que se sequen los
ríos voladores quienes vamos a sufrir somos nosotros, especie tarada y
autodestructiva.
Ayer, mientras oía llover y
trataba de recoger agua lluvia, me sentí por un momento como si viviera en El Carmen
de nuevo. Se fue la luz, no había agua, y en la calle una caravana escandalosa
de motos y de carros gritaba "Fuera Petro". Recogí agua lluvia, y
pensé en los ríos voladores de los que habla mi jefe. No creemos en lo que no
vemos, pero a veces para vivir mejor y encontrar la felicidad se requiere de
actos de fe. En este mundo raro, hostil, violento y contaminado, necesitamos
más actos de fe. Como creer en los milagros, y entender que los milagros,
cuando pasan, suceden por dentro, y no los vemos, pero los vivimos.
Hace unos años, mi amiga Ángela
me dijo que sería bueno que "dejara de ser yo", y, de hecho, me
regaló un libro para comenzar ese trabajo. Eso ha sido un milagro, por ejemplo,
dejar de ser yo. Mi otra yo era un poco una ambientalista histérica, ahora, solo me parece que somos cretinos y nos comimos nuestro propio destino. Cambiar ha sido un acto de fe en mí misma, para convertirme en alguien más
amable, menos ansiosa y más feliz. No quiero vivir ya preocupada y sufriendo por el planeta, en
serio, creo que no es la manera, pero sí creo que necesitamos más actos
cotidianos para cambiar esta mierda en la que volvimos el mundo en el que vivimos y del que dependemos. En todo caso, ¡Feliz día de la
Tierra! Y gracias por los Ríos Voladores. La foto, es de mi jefe.
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