Karen

Hace poco retomé los ejercicios de terapia, pero esta vez con una nueva persona y desde otro enfoque. Quiero, necesito, reordenar varias cosas de mi vida. Siento la necesidad de revisar mis decisiones y mis prioridades. Siento que me equivoco constantemente con las cosas en las que decido invertir mi tiempo y energía. Me siento incómoda con mi incapacidad de poner límites (para ciertas cosas y con ciertas personas). Me gusta la terapia porque me revuelca más de lo que ya estoy, me ayuda a ordenarme. Siento que es hora de pensar en el propósito de mi vida, o cambiarlo, o al menos comenzar a abrir otras oportunidades. Hace un tiempo escribí una entrada en la que reflexionaba sobre el por qué le entrego la mayor parte de mi tiempo y energía a mi trabajo, por qué me siento presionada a producir, sin parar, llegando al límite de mis fuerzas, comprometiendo mi salud y mi bienestar. Como si mi vida se tratara de una carrera contra el tiempo, para producir, pagar cuentas, y seguir, sin parar, en un ciclo que deja poco espacio para el descanso, el disfrute, para la vida misma. Hace unos meses conocí a alguien que vive así. Hablamos casi a diario, y veo cómo se consume todos los días, siempre con mil pendientes, siempre con mil estreses, entregado de sol a sol a trabajar, casi sin parar. Está cansado, deprimido. Él lo sabe, lo ve, y su sentido de la responsabilidad, o el compromiso, todavía no termino de entenderlo, no le permite soltar y tomarse uns vacaciones. También una persona con la que trabajo es así, pero ella sí entregó toda su vida, toda, a la voluntad del trabajo y del jefe. Algo pasó en estos días que la hizo reflexionar, pero fue un accidente grave de alguien de su familia cercana, sólo eso la hizo hacer un alto en el camino.

¿Qué nos tiene que pasar para que dejemos la obsesión con el trabajo y la producción? Sé que mucha gente no lo vive así, pero para quienes lo hacemos, no existe realmente un límite, y se nos va la vida en ello. Comencé esta entrada pensando en la terapia, me distraje, me puse a mirar pendejadas, cosas que no debería, y caí en el scroll infinito en el IG. No lo hago mucho, la verdad, pero hay días de días. Hoy ha sido un día raro. Me doy cuenta por mis propios escritos que llevo semanas quejándome del cansancio y la sobrecarga de trabajo. También han pasado cosas que me han movido los cimientos de la vida, las muertes siempre dejan algo de ruido, por decirlo de alguna manera. El caso es que caí en el scroll y llegué, afortunadamente, a un video corto de un terapeuta budista que me encanta, y decía: el mejor consejo de autocuidado que escuché es el siguiente: "Si no se lo dirías a otro, tampoco te lo digas a ti mismo. El aprender a ser compasivo con uno mismo requiere cuidarse, como si cuidaras a otro. Te lo mereces, te mereces lo mejor de ti ". Lo oí 30 veces, hasta que me puse a llorar. Me puse así porque entendí que llevo unos días hablándome horrible. Creo que es una mala práctica que me acompaña. Mi diálogo mental puede ser bastante autodestructivo. 

Ayer estaba enferma. Algo que comí, o las emociones que no dejo terminar de salir, cualquiera de las dos opciones, me pusieron mal. Realmente mal. Pero tenía que terminar cosas del trabajo, era mi último día en Lima, y yo, que había pasado la noche en vela con un malestar que no le deseo a nadie, decidí entregar la habitación del hotel e irme a la oficina. Llegué a ese espacio, que además es helado, a sentarme en una silla a tratar de hacer lo que tenía pendiente. Nadie en la oficina, nadie, entendió por qué había hecho yo semejante estupidez. Mi jefe me dijo: "¿pero por qué se maltrata así?", y la verdad es que ni yo lo entiendo. Pasé el día tomando sueros, congelada, sintiéndome mal porque algo que dependía de mí no salió, y eso tiene implicaciones, que absolutamente nadie me estaba reclamando. Ayer volaba a Bogotá y tuve que hacer toda la vuelta de coger un taxi, hacer varias filas, cargar maletas, esperar horas en sillas incomodas, y todo esto sin comer, y sin energía. Y comenzó en mi cabeza un diálogo horrible y autodestructivo en el que me repetía, una y otra vez, que no le importaba a nadie en este mundo. Eso podrá sonar chistoso, y seguramente a muchos les parecerán estupideces, pero esas cosas hacen mella, y maltratan, porque uno se cree todo ese discurso. 

Parte del ejercicio que debo hacer para la siguiente sesión de terapia, que es mañana, es escribirle una carta de amor a mi niña interior. Nuevamente, sonará esotérico y pendejo para algunos, pero yo he decidido creer en estas cosas. Ya me doy cuenta de que no difundiré mucho esta entrada, porque, sin haberla publicado ya me siento juzgada. Hoy quise comenzar a hacer esa carta, porque esa niña anda angustiada. Ayer era ella la que habitaba el cuerpo de adulta de Karen, sentada en el aeropuerto, esperando que la energía le diera para llegar a su casa y ocuparse de sí misma. Karen, la adulta, se encargó de caminar y de entregar los papeles, y de no llorar demasiado en ese espacio lleno de desconocidos. Karen, la niña, lloraba hacia adentro porque quería que alguien la acompañara o la cuidara. Karen, la niña y la adulta, están tristes, nuevamente, por la ausencia del papá que cuidaba. Karen, otra vez, se metió donde no había nada para ella, y se está despidiendo, no sin tristeza, de otra historia con un señor. Karen, la niña y la adulta, tienen que volverse una, como dice el terapeuta, para que Karen, la niña, pueda entender que Karen, la adulta, ya la puede cuidar. Karen, la adulta, para poder cuidar a la niña, necesita, otra vez, volver a hacer el camino, volver a leer los libros, volver a hacer los ejercicios, volver a refugiarse en las amigas, en los colores, en las lecturas, en las canciones, en todo lo que le devuelve la serenidad y la paz. Ya conocemos el camino, volveré al centro. Siento que la muerte deja ruido, y que la sensación de orfandad me lleva a buscar refugios donde no es. 

Karen, la niña, necesita que Karen, la adulta, se vuelva a encontrar. Por eso volvimos a terapia. 

Ayer Karen no lloraba en un bus, sino en un avión. La foto, tiene dueño, y la película, nunca la ví. Pero el afiche lo uso cuando ando así rayada como hoy. Sintiendo la puta orfandad como hielo entre las manos. 




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