Los perros se parecen a sus dueños

Siempre que pienso en esta frase me pregunto: ¿Qué tendrán de mi mis perros? ¿Qué tengo yo de ellos?

Son dos animales tan distintos, tan opuestos. Eso me hace pensar que tal vez soy esquizofrénica, que tengo múltiples personalidades, y creo que sí, un poco, creo que, a todos, nos habitan múltiples facetas de nosotros mismos. Hoy estaba cenando con amigos (eso lo escribí hace días, hoy es domingo, y estoy, como muchos domingos, revolcandome en mi miseria), y les pregunté qué veían de mi en mis perros, y las respuestas fueron muy divertidas. Pensé en Salvador, tan histriónico y acelerado, tan ansioso, pero a la vez tan amoroso y noble. Y Capitán, reflexivo, callado, tranquilo, siempre muy dócil, pero protector y amoroso. Si mis perros se parecen a mi, pensaría que hay muchas cosas de mí que me gustan y otras que no tanto... como siempre. Hoy (domingo) pensaba también en el dolor de estómago, ese del que he hablado varias veces en este espacio, ese del que hablé tantas veces con María Rosa. Ese asqueroso dolor de estómago que produce no saber, no entender, no poder ubicarse con respecto a una persona. Creo que tiene que ver con la necesidad de tener certezas. y, en este momento de mi vida, la única certeza que tengo, es que no sé nada, todo es efímero e incierto.

Estoy viviendo un tránsito raro, dejando atrás muchas cosas, organizando y planeando, pero sabiendo que no sé nada, que no tengo nada, que no hay ninguna estructura que me sostenga o me detenga. Para bien y para mal, no tengo nada que me retenga, salvo, tal vez, mis perros. Hace un rato, sentada en mi jardín zen, sentí muchas ganas de llorar, porque, de verdad, odio los domingos, y odio la ansiedad que estoy cargando desde hace días. Y vino a mi cabeza una revelación, mis perros tienen, los dos, ansiedad por separación. Les voy a contar la historia de Salvador. Este bello perro negro me acompaña desde el 2019. Llegó a mi vida una tarde de domingo. Yo estaba sentada frente a la que fue mi casa por tantos años en El Carmen de Bolívar, esperando que la camioneta del Programa en el que trabajaba en ese entonces me recogiera para terminar de llevar algunas de mis cosas a mi nueva casa en Valledupar. Mis vecinos tenían una perrita que se llamaba Lulú, que tenía la particularidad de predecir las lluvias nocturnas, así que yo sabía, que cuando se metía debajo de la mesa donde trabajaba, y no se quería ir de mi casa, era porque venía un aguacero. El día del trasteo de las hamadoras (porque básicamente esos eran mis muebles), Lulú estaba en celo, y en una de esas escenas crueles de la costa que me cuestan tanto, había 40 perros esqueleticos persiguiéndola por la calle, mientras ella buscaba refugios, y los niños se burlaban y les lanzaban pedradas. Uno de esos chandosos olorosos a sarna y mala vida era Salvador. Tenía en el cuello una cuerda amarrada que le apretaba y le lastimaba la piel, pesaba menos de 10 kilos y estaba, como los demás, desesperado por el celo de Lulú. Una camioneta de la policía venía a toda velocidad por esa calle empinada, y sin ningún reparo en los niños y los perros, el tipo aceleró, y atropelló a Salvador. Una de sus patas quedó abierta y colgando de los nervios, las venas, no sé, era una imagen horrible, y el perro sangraba y aullaba de dolor. Cuando lo ví, entendí que nadie en ese pueblo iba a hacer nada por ese animal, y decidí alzarlo, montarme en una moto, y llevarlo al veterinario. Le hicieron una cirugia y tuvo que pasar un mes encerrado en un guacal, acostado, para no apoyarse en su pata operada, con la esperanza que no se la tuvieran que amputar. Yo, que viajaba ese mismo día, pagué un dineral para que el veterinario se encargara, lo alimentara y lo ayudara a recuperarse. Un mes después, yo ya estaba ubicada en una casa con terraza en el Valle, y fui a recogerlo, su pata quedó bien y subió de peso. En ese entonces estaba vivo Godzilla y la idea de tener tres perros era un despropósito, a pesar de vivir en una casa grande con terraza y jardín, yo viajaba, y sostener tres perros parecía demasiado. Así que comenzamos un tortuoso camino de adopción. Salvador pasó por 9 casas, y de todas me lo devolvían. Porque hacía daños, porque nunca habían tenido perros, porque se mudaban, en fin. 9 casas. Despues de varios años de tortura, decidí quedarme con él, porque entendí que su alma no podía con más abandonos. Y por eso Salvador es como es, ansioso, apegado, asustadizo. Yo soy su más preciado tesoro, y se muere del susto de que lo vuelva a abandonar, porque lo hice (así lo vivió él) 9 veces, o tal vez más. 

Cuando decidí regresar a Bogotá, el primero que viajó fue Capitán que es el más dosil, quiere mucho a sus paseadores de Bogotá, los conocía por las vacaciones que vinimos a pasar acá varias veces, y se adapta con más facilidad. Godzilla viajó unos días antes que yo entregara la casa de Valledupar. La logística de mandar un perro en avión es costosa e implica tener unos guacales del tamaño de una lavadora para trasladarlos. Mi papá y Glenda me ayudaron varias veces en esas faenas, moviendo perros desde los Montes de María hasta Bogotá. En este regreso a Bogotá, en el 2022, Salvador se quedó en el colegio, donde estaba bien, en teoria. Yo tenía que seguir viajando al Valle de lunes a jueves por el trabajo, y lo visitaba. No sé por qué fue tan complicado conseguirle un cupo en un vuelo, y pasaron meses, varios meses, antes que él pudiera viajar. Judy dijo, y creo que tiene razón, que la muerte de Godzila abrió un espacio para que Salvador tuviera otra vez un hogar. Y acá está, pegado a mis piernas. Estoy sentada en la cocina, me gusta sentarme a escribir este blog, y en general a esta hora, en este espacio de mi casa. El entrenador canino al que le pagué un par de clases me decía, y varios veterinarios lo han dicho, que un perro que ha sido abandonado sufre, el resto de su vida, de ansiedad por separación. Yo creo que yo tengo una vaina parecida, por las vivencias de la infancia, por los miedos aprendidos en mi niñez, por las ausencias fuertes de quienes más necesitaba. Sé que hicieron lo mejor que pudieron, pero hay varias cosas que no se hacen con un niño, porque los niños son esponjas, y uno de adulto saca unas jodas muy complicadas desde las tripas. Hay situaciones que detonan esos miedos aprendidos. Hay quienes tienen temas con la comida, con el cuerpo, con el trabajo, cada uno tiene su raye y su maricada, bendito el que no, la mía es con los vínculos, no solo los de pareja, me pasa con algunos amigos, y con mi familia. Tengo miedo, pánico, de que me abandonen, que se vayan de mi vida como agua entre las manos, y todo es peor desde las experiencias de Ghosting en pareja (esa vaina es una tortura, nunca lo hagan, y si se los hacen, el dolor es horrible, hay mil podcast al respecto, pero todo se cura, eso dicen). El miedo al abandono es la emoción que ha salido de manera muy nítida en la terapia, y ha salido en una práctica que comencé hace unos días, una especie a arte marcial chino que ayuda a mover la energía. Son movimientos muy lentos, yo pensé que me iba a generar mucha tranquilidad, y no, me salió un demonio, me salió de las tripas una rabia inexplicable. Yo no soy una persona de mal genio, no exploto, pero el lunes de esta semana que se acaba quería matar no a alguien, a varios. Fue rarísimo. No he experimentado mucho esa emoción, lo mío es más el drama, la chilladera, la ansiedad, no sabía que esa rabia me habitaba. 

Mientras escribo, y me revuelco en esta desagradable angustia de domingo, oigo esta canción de Mazzy Star. Hace semanas que la oigo una y otra y otra vez. Que tránsito más extraño en el que ando. Se mueve mi vida, y no hay nada ni nadie que me lo impida, que me detenga, que me retenga. Es una sensación liberadora y aterradora. ¿Hice algo mal con mi vida para que una decisión importante dependa únicamente de mi? Aveces creo que sí, en general, creo que no, y que es lo que he construido voluntariamente, sino, tal vez estaría con Mauro, o con alguien más. Pero no he querido quedarme, ni con mis parejas (las buenas parejas), ni en la casa materna, ni he buscado refugios externos. Creo que esta vida que tengo la he querido hacer, ¿Por qué me pesa? Como dice Andrea, ni que fuera la más fea y la más de malas, ud lo ha buscado también. Pero la mirada del mundo pesa, y el reclamo de la niñita asustada me cierra la garganta, me ahoga, y me hace dar ganas de llorar con mucha frecuencia. El reclamo de la niña es, creo yo, no buscar quien nos cuide. Pero pa eso estoy yo, pa cuidarla a ella y pa cuidar a Capitán y a Salvador.

En fin, los perros se parecen a sus dueños. Lo único que tengo claro es que pa donde yo me vaya, se van conmigo, a una cuadra de distancia, a otra ciudad, a donde sea. Yo no los voy a volver a abandonar. Ni me voy a volver a abandonar.

Gracias Leonardo por ponerme a hacer este ejercicio, gracias. A veces me avergüenza sentir que son relatos de adolescente, en realidad vale huevo, algunos lo son, otros no, todas las voces que escriben esto me habitan.




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