Feroz
Hace unos meses entré a un club de lectura. La experiencia ha sido maravillosa pues me ha permitido conocer autores que nunca habría leído, recuperar de manera más contundente este hábito que me conecta conmigo y con las cosas que me gustan, y participar en un espacio de conversación muy enriquecedor con mujeres mexicanas con las difícilmente habría coincidido. El libro de este mes se llama Maniac, de Benjamín Labatut, y relata las historias de vida (noveladas) de grandes científicos. Anoche llegué a un apartado en el que utilizaban el adjetivo Feroz para describir la personalidad de uno de estos genios húngaros que cambiaron el curso del mundo con sus investigaciones matemáticas y la teoría de juegos. Cosas de las que realmente poco o nada entiendo.
Feroz...
Me gusta esa palabra. La había oido muchas veces, pero no me había detenido a pensar en lo contundente que resulta como adjetivo para describir una personalidad.
Después de leer el capítulo, tuve una sesión de terapia y, hurgando en las razones que me han llevado a la incomodidad actual, me di cuenta que en mi adolescencia tuve algo de ferocidad en mis actos. A esa muchachita insolente e irreverente con su entorno le debo mucho de lo que soy hoy, y la estoy sometiendo (injustamente) a aceptar situaciones de las que siempre quiso escapar. En la charla terapéutica me acordé además de la niña chiquita que odiaba que su mamá le impusiera una forma de vestir. El tema del atuendo fue, en mi niñez y adolescencia, motivo de peleas feroces con mi mamá, mis profesoras, mis abuelas, hermanos, en fin. ¿Por qué le gusta vestirse como un niño? ¿Por qué no se arregla? Qué despeluque... Parece un gamin...Me gustaba ponerme los jeans de mi hermano porque eran más cómodos que los vestidos con los que nunca me sentí identificada. Siempre me gustó ponerme tenis y botas de montaña. Y he tenido que dar explicaciones por ello toda mi vida, como si mis elecciones de vestir definieran el destino de este mundo.
Parece una trivialidad, pero no lo es. La lucha porque me aceptaran como soy ha pasado en muchas ocasiones por mi forma de vestir. Y, hoy en día, parece que todo eso sigue vigente. Debo dar luchas por mi forma de vestir, de hablar, de actuar, mis decisiones, mis ambiciones y mis impulsos. El mundo quiere seguir controlando quiénes somos y quiénes queremos ser, en particular quiere controlar a las mujeres, y esa es una realidad innegable. Quieren decidir cómo hablamos, a qué hora nos levantamos y a qué hora debemos ser productivos, cómo nos vestimos, si nos maquillamos y qué pensamos. Mis luchas, sin embargo, son banalidades junto a las luchas internas de esos genios que describe el libro que les contaba. El autor se pregunta qué fue primero, el genio o la locura, porque parece que no pueden existir la una sin la otra. Las mentes brillantes parecen estar condicionadas a la locura. Parece que una condición que antecede un gran descubrimiento es un espíritu atormentado. Y esos conflictos, cada vez estoy más convencida, vienen de nuestra mente inquieta y necesitada, pareciera, de tormentos.
Quiero una vida en paz, en calma. Serenidad es mi deseo último y supremo, pero los domingos en la tarde me atormentan toda clase de demonios en forma de ansiedad y de miedos que no me dejan estar bien ni sentada, ni acostada, ni viendo películas, ni viendo el techo. Para completar la historia y dejar descansar un poco mis cansados ojos, me puse a ver Oppenheimer. Qué película buena, me gustó.
La vida debería ser más sencilla. Pero uno se la hace complicada... Uno mismo se llena de pesos y de pesadumbre. Me pregunto cómo calmar mi espíritu atormentado ante la inminente llegada del lunes...
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